LOS FACTORES ESTÉTICOS E IDEOLÓGICOS DEL CINE
Esta determinación, que parece más esencial a nuestros planteamientos, es en realidad inseparable de la precedente. Simplificando mucho y con riesgo de caricaturizar un poco las posiciones de unos y otros, se puede decir que ha habido, desde siempre, dos posiciones respecto a la representación fílmica, dos grandes actitudes encarnadas en dos tipos de cineastas: André Bazin les ha caracterizado en un célebre texto como «los que creen en la imagen» y «los que creen en la realidad», dicho de otra manera, los que hacen de la representación un fin (artístico, expresivo) en sí mismo, y los que la subordinan a la restitución lo más fiel posible de una supuesta verdad, o de una esencia, de lo real.
Las implicaciones de estas dos posiciones son múltiples (volveremos a tratar sobre el montaje y la idea de «transparencia»); respecto a la representación sonora, esta oposición se ha traducido rápidamente en diversas formas de exigencia hacia el sonido. Por tanto, podemos decir, sin forzar demasiado las cosas, que, al menos durante la década de 1920, existían dos tipos de cine sin palabras:
- un cine auténticamente mudo (es decir, literalmente privado de la palabra) al que, por tanto, le faltaba la palabra y que reclamaba la invención de una técnica de reproducción sonora que fuera fiel, veraz, adecuada a una reproducción visual supuestamente análoga a la realidad (a pesar de sus defectos, en especial la falta de color);
- un cine que, por el contrario, asumía y buscaba su especificidad en el «lenguaje de las imágenes» y la expresividad máxima de los medios visuales; fue el caso, se puede decir que sin excepción, de todas las grandes «escuelas» de la década de 1920 (la «primera vanguardia» francesa, los cineastas soviéticos, la escuela «expresionista» alemana...) para las que el cine debía intentar desarrollar al máximo el sentido del «lenguaje universal» de las imágenes, cuando no postulaban la utopía «cine-lengua», que flota como un fantasma en tantos escritos de la época. (Véase más adelante, capítulo 4).
A menudo se ha señalado que el cine sin palabras, cuyos medios expresivos estaban provistos de un cierto coeficiente de irrealidad (sin sonido, sin color) favorecía de alguna manera la irrealidad de la narración y de la representación. En efecto, la época del apogeo del «mudo» (década de 1920) vio, por un lado, culminar el trabajo sobre la composición espacial, el cuadro (la utilización del iris, de las reservas, etc.) y más generalmente el trabajo sobre la materialidad no figurativa de la imagen (sobreimpresiones, ángulos de toma «trabajados»...), y por otra parte, desarrolló una gran atención en los argumentos de los filmes hacia el -sueño, lo fantástico, lo imaginario,
Y también hacia una dimensión «cósmica» de los hombres y sus destinos.
Por tanto, no sorprende que la llegada del «sonoro» haya generado, a partir de estas dos actitudes, dos respuestas radicalmente diferentes. Para unos, el cine sonoro, más que hablado, se recibió como la culminación de una verdadera «vocación» del lenguaje cinematográfico, vocación que hasta entonces había estado «suspendida» por falta de medios técnicos. En su actitud límite, se llegó a considerar que el cine empezaba en realidad con el sonoro, y que debía intentar abolir al máximo posible todo lo que le separara de un reflejo perfecto del mundo real. Esta posición fue formulada por críticos y teóricos, entre los que destacan (por ser los más coherentes hasta en sus excesos) André Bazin y sus epígonos (década de 1950).
Para otros, por el contrario, el sonido se recibió como un auténtico instrumento de degeneración del cine, como una incitación a hacer justamente del cine una copia, un doble de la realidad a expensas del trabajo sobre la imagen o sobre el gesto. Esta posición se adoptó -a veces de forma en exceso negativa- por muchos directores, algunos de los cuales tardaron mucho en aceptar la presencia del sonido en sus filmes.
A finales de la década de 1920 florecieron los manifiestos sobre el cine sonoro, como el que co-firmaron, en 1928, Alexandrov, Eisenstein y Pudovkin, en el que insistían en la no coincidencia del sonido y de la imagen como exigencia mínima para un cine sonoro que no estuviera sometido al teatro.
Por su parte, Charlie Chaplin rechazó con vehemencia aceptar un cine hablado que atacaba «a las tradiciones de la pantomima, qué hemos conseguido imponer con tanto trabajo en la pantalla, y sobre las que el arte cinematográfico debe ser juzgado
». De forma menos negativa se pueden citar las reacciones de Jean Epstein o
Marcel Carné (entonces periodista), al aceptar como un progreso la aparición del sonido, pero insistiendo en la necesidad de devolver a la cámara, lo más rápidamente posible, su movimiento perdido.
Actualmente, y a pesar de todos los matices que se podrían agregar a este juicio, parece que la primera concepción, la de un sonido fílmico que se orienta en la dirección de reforzar y acrecentar los efectos de lo real, se ha impuesto y el sonido, a menudo, se considera como un simple apoyo de la analogía escénica ofrecida por los elementos visuales.
De todos modos, desde un punto de vista teórico no hay ninguna razón para que sea así. La representación sonora y la visual no son en absoluto de la misma naturaleza. Esta diferencia, que proviene lógicamente de las características de nuestros órganos de sentido correspondientes, oído y vista, se traduce en un comportamiento muy diferente en relación al espacio. Si la imagen fílmica es, como hemos comprobado, capaz de evocar un espacio parecido al real, el sonido está casi totalmente desprovisto de esta dimensión espacial. Por tanto, ninguna definición de «campo sonoro» podría igualarse a la de campo visual, aunque no fuera más que en razón de la dificultad de imaginar lo que podría ser un fuera-campo sonoro (es decir, un sonido no perceptible, pero sugerido por los sonidos percibidos: lo cual no tiene sentido).
Todo el trabajo del cine clásico y de sus sub-productos, hoy dominantes, ha tendido a espacializar los elementos sonoros, ofreciéndoles una correspondencia en la imagen y, por tanto, a asegurar entre imagen y sonido una relación bi-unívoca, podríamos decir «redundante». Esta espacialización del sonido, que va paralela a su diegetización, no deja de ser paradójica si pensamos que el sonido fílmico, al salir de un altavoz generalmente escondido y a veces múltiple, está, de hecho, poco fijado en el espacio real de la sala de proyección (está «flotando», sin una fuente de origen bien definida).
Desde hace algunos años se asiste a un renacer del interés por formas de cine en las que el sonido no estaría ya, o por lo menos no siempre, sometido a la imagen, sino que sería tratado como un elemento expresivo autónomo del filme, pudiendo situarse en diversos tipos de combinación con la imagen.
Un ejemplo sorprendente de esta tendencia es el trabajo sistemático realizado por Michel Fano para los filmes de Alain Robbe-Grillet; así, en L'Homme que ment
(1968), durante los créditos oímos ruidos diversos (chapoteo de agua, roces de maderas, ruidos de pasos, explosiones de granadas, etcétera) que recibirán su justificación más tarde en la película, mientras que otros sonidos (redoble de tambor, silbidos, chasquidos de látigo, etcétera) no recibirán ninguna.
En otra dirección, citemos entre los directores que conceden una gran importancia al sonido directo a Daniéle Huillet y Jean-Marie Straub, que integran los «ruidos» en sus adaptaciones de una pieza de Corneille (Othon, 1969) o de una ópera de Schónberg (Moses und Aron, 1975), o los filmes de Jacques Rivette (La
Religiosa, 1965; L'amour fou, 1968), de Maurice Pialat (Passe ton bac d'abord,
1979; Loulou, 1980), de Manuel de Oliveira (Amor de perdipáo, 1978).
Paralelamente, los teóricos del cine han empezado por fin a preocuparse más de modo sistemático sobre el sonido fílmico, o más exactamente sobre las relaciones entre sonido e imagen. Hoy estamos en una fase poco formalizada, en la que el trabajo teórico consiste en esencia en clasificar los diferentes tipos de combinación audio-visual según los criterios más lógicos y generales posible, y en la perspectiva de una futura formalización. Así, la tradicional distinción entre sonido in y sonido off -que durante mucho tiempo fue la única manera de distinguir las fuentes sonoras en relación con el espacio del campo y que simplemente se calcaba de la oposición campo/fuera-campo de forma insuficiente- está en vías de ser reemplazada por análisis más ajustados, obtenidos a priori del cine clásico. Numerosos investigadores se han preocupado de esta cuestión, pero aún es pronto para proponer la mínima síntesis de estos estudios, todos diferentes y aún poco trabajados. Como mucho, podemos señalar que las diversas clasificaciones propuestas aquí y allí, y a las que nos remitimos, nos parecen tropezar (a pesar de su interés real por eliminar de una vez la visión simplista in/off) con una cuestión central, la de la fuente sonora y la de la representación de la emisión del sonido. Sea cual fuere la tipología propuesta, supone siempre que se sabe reconocer un sonido «cuyo origen está en la imagen», lo que, por muy ajustada que sea la clasificación, desplaza, sin resolverlo, el tema de la fijación espacial del sonido fílmico. Por ello, la cuestión del sonido fílmico y del sonido en su relación con la imagen y la diégesis es aún una cuestión teórica a la orden del día.
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